Por Jaime Rivera Velázquez La verdad es una virtud y ha sido siempre un valor universal. Las sociedades de todas las épocas han buscado la verdad, la difunden e intentan consagrarla. La verdad es esencial para la comunicación en sociedad. De hecho, es condición de la vida social misma. Sin un código básico de lo que es verdadero, la convivencia social sería prácticamente imposible. En una definición simplificada, la verdad es la correspondencia entre las palabras y los hechos. Lo que se dice, es. Sin embargo, ahí no se agota el significado de la verdad. Para Jürgen Habermas —el último gran exponente de la Escuela Frankfurt— la verdad no es puramente objetiva ni definitiva; no es una correspondencia estática entre una afirmación y la realidad, entre una proposición racional y un hecho. Porque entre una afirmación o un enunciado con pretensión de objetividad, median la forma de percepción por el sujeto y su entorno, su marco de referencia individual o colectivo. No obstante, la verdad tampoco es una construcción puramente subjetiva ni relativista. Suponerlo implicaría que cada quien tiene su verdad; por lo tanto, la verdad carecería por completo de significado. Para Habermas, la verdad se sustenta en un consenso intersubjetivo, un acuerdo racional compartido por casi todos, en un determinado contexto histórica y culturalmente determinado. Ese consenso básico otorga validez a un conjunto de proposiciones que permite la comunicación y la convivencia social. Sin ese sustrato de consenso básico, no nos entenderíamos. Cada época y cada civilización han tenido sus criterios de validez. El humanismo renacentista postuló la autonomía del individuo, su capacidad de buscar la verdad y su consecuente responsabilidad. Después, a partir de la Ilustración, poco a poco se fueron asentando los principios de la ciencia y el pensamiento racional, sujetos a la prueba de la experiencia. La duda metódica de René Descartes y la exigencia de los hechos de Francis Bacon, fueron, desde diferentes perspectivas, los pilotes sobre los que habrían de sostenerse la libertad de pensamiento y de investigación modernas. La verdad adquirió así una naturaleza netamente humana y social. Los siglos XIX y XX ofrecieron el terreno para construir las sociedades contemporáneas cimentadas en la ciencia, la técnica y la deliberación pública. Pero fue también en el siglo XX cuando irrumpieron en el escenario mundial los totalitarismos —el fascismo, el nazismo y el comunismo— que cancelaron las libertades fundamentales, pervirtieron el uso de la ciencia e hicieron de la mentira desde el poder un sistema omnipresente de comunicación y sometimiento. Las sociedades democráticas necesitan un mínimo de racionalidad compartida, con criterios de validez (dentro de la diversidad) que permitan distinguir la verdad de la mentira. De otra forma, la deliberación pública deja de ser un intercambio pluralista de verdades y propuestas que se puedan corroborar con base en la experiencia y el saber científico. La deliberación democrática se sustenta en el pluralismo y éste se expresa necesariamente en la existencia de una oposición respetada. Sin oposición no puede haber democracia, aunque haya elecciones. Cualquier tribu puede elegir un jefe, pero sólo la democracia puede tener un líder de la oposición. Los ciudadanos en democracia necesitan conocer la verdad y tener acceso a información pública veraz y verificable. Por eso, la transparencia es una condición indispensable de la democracia. Paradójicamente, en el siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología han alcanzado niveles que en el siglo pasado eran apenas imaginables, han proliferad supercherías o mentiras deliberadas, a la vez que tendencias políticas autoritarias que repudian el pluralismo, niegan las verdades científicas y tratan de imponer como únicas válidas sus propias visiones de la realidad. Las prácticas autoritarias se distinguen por el desprecio a la ciencia, a los expertos, a los centros de docencia e investigación científica más importantes del mundo. Aprovechando la inmensidad del mundo de la información digital, quienes ejercen el poder sin contrapesos postulan la llamada posverdad, difunden verdades alternativas y otros datos. Que la Tierra es plana, que las vacunas son instrumentos de control de las personas o que existe un gobierno secreto que conspira para dominar el mundo, son disparates que causarían risa si no hubiese millones de personas que lo creen. Los regímenes autoritarios —y más aún los totalitarios—, necesitan de la mentira sistemática para dominar y sostenerse, concentrar todo el poder y privar a los individuos de sus derechos. Por ello, en el totalitarismo prevalecen el secreto y la mentira. La transparencia es abolida. El totalitarismo trata a la verdad con el mismo desprecio con que trata al individuo. Puede negar la verdad evidente, reescribir la historia, sustituir las noticias de cada día, como lo hacía el Ministerio de la Verdad en la novela distópica de Orwell 1984. ¿Quieren identificar un rasgo netamente autoritario? Observen cuántas mentiras se dicen a diario desde el poder y a cuántas cosas les cambian el nombre sin cambiar en absoluto la sustancia. Y si ponen en su lugar nombres ridículos o explican los hechos con disparates, no se rían: es un signo inequívoco del huevo de la serpiente, que cuando termine de eclosionar, devorará por completo a la democracia.    Columnista: Opinión del experto nacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0Por Jaime Rivera Velázquez La verdad es una virtud y ha sido siempre un valor universal. Las sociedades de todas las épocas han buscado la verdad, la difunden e intentan consagrarla. La verdad es esencial para la comunicación en sociedad. De hecho, es condición de la vida social misma. Sin un código básico de lo que es verdadero, la convivencia social sería prácticamente imposible. En una definición simplificada, la verdad es la correspondencia entre las palabras y los hechos. Lo que se dice, es. Sin embargo, ahí no se agota el significado de la verdad. Para Jürgen Habermas —el último gran exponente de la Escuela Frankfurt— la verdad no es puramente objetiva ni definitiva; no es una correspondencia estática entre una afirmación y la realidad, entre una proposición racional y un hecho. Porque entre una afirmación o un enunciado con pretensión de objetividad, median la forma de percepción por el sujeto y su entorno, su marco de referencia individual o colectivo. No obstante, la verdad tampoco es una construcción puramente subjetiva ni relativista. Suponerlo implicaría que cada quien tiene su verdad; por lo tanto, la verdad carecería por completo de significado. Para Habermas, la verdad se sustenta en un consenso intersubjetivo, un acuerdo racional compartido por casi todos, en un determinado contexto histórica y culturalmente determinado. Ese consenso básico otorga validez a un conjunto de proposiciones que permite la comunicación y la convivencia social. Sin ese sustrato de consenso básico, no nos entenderíamos. Cada época y cada civilización han tenido sus criterios de validez. El humanismo renacentista postuló la autonomía del individuo, su capacidad de buscar la verdad y su consecuente responsabilidad. Después, a partir de la Ilustración, poco a poco se fueron asentando los principios de la ciencia y el pensamiento racional, sujetos a la prueba de la experiencia. La duda metódica de René Descartes y la exigencia de los hechos de Francis Bacon, fueron, desde diferentes perspectivas, los pilotes sobre los que habrían de sostenerse la libertad de pensamiento y de investigación modernas. La verdad adquirió así una naturaleza netamente humana y social. Los siglos XIX y XX ofrecieron el terreno para construir las sociedades contemporáneas cimentadas en la ciencia, la técnica y la deliberación pública. Pero fue también en el siglo XX cuando irrumpieron en el escenario mundial los totalitarismos —el fascismo, el nazismo y el comunismo— que cancelaron las libertades fundamentales, pervirtieron el uso de la ciencia e hicieron de la mentira desde el poder un sistema omnipresente de comunicación y sometimiento. Las sociedades democráticas necesitan un mínimo de racionalidad compartida, con criterios de validez (dentro de la diversidad) que permitan distinguir la verdad de la mentira. De otra forma, la deliberación pública deja de ser un intercambio pluralista de verdades y propuestas que se puedan corroborar con base en la experiencia y el saber científico. La deliberación democrática se sustenta en el pluralismo y éste se expresa necesariamente en la existencia de una oposición respetada. Sin oposición no puede haber democracia, aunque haya elecciones. Cualquier tribu puede elegir un jefe, pero sólo la democracia puede tener un líder de la oposición. Los ciudadanos en democracia necesitan conocer la verdad y tener acceso a información pública veraz y verificable. Por eso, la transparencia es una condición indispensable de la democracia. Paradójicamente, en el siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología han alcanzado niveles que en el siglo pasado eran apenas imaginables, han proliferad supercherías o mentiras deliberadas, a la vez que tendencias políticas autoritarias que repudian el pluralismo, niegan las verdades científicas y tratan de imponer como únicas válidas sus propias visiones de la realidad. Las prácticas autoritarias se distinguen por el desprecio a la ciencia, a los expertos, a los centros de docencia e investigación científica más importantes del mundo. Aprovechando la inmensidad del mundo de la información digital, quienes ejercen el poder sin contrapesos postulan la llamada posverdad, difunden verdades alternativas y otros datos. Que la Tierra es plana, que las vacunas son instrumentos de control de las personas o que existe un gobierno secreto que conspira para dominar el mundo, son disparates que causarían risa si no hubiese millones de personas que lo creen. Los regímenes autoritarios —y más aún los totalitarios—, necesitan de la mentira sistemática para dominar y sostenerse, concentrar todo el poder y privar a los individuos de sus derechos. Por ello, en el totalitarismo prevalecen el secreto y la mentira. La transparencia es abolida. El totalitarismo trata a la verdad con el mismo desprecio con que trata al individuo. Puede negar la verdad evidente, reescribir la historia, sustituir las noticias de cada día, como lo hacía el Ministerio de la Verdad en la novela distópica de Orwell 1984. ¿Quieren identificar un rasgo netamente autoritario? Observen cuántas mentiras se dicen a diario desde el poder y a cuántas cosas les cambian el nombre sin cambiar en absoluto la sustancia. Y si ponen en su lugar nombres ridículos o explican los hechos con disparates, no se rían: es un signo inequívoco del huevo de la serpiente, que cuando termine de eclosionar, devorará por completo a la democracia.    Columnista: Opinión del experto nacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0

Verdad y deliberación pública

2025/12/07 14:49

Por Jaime Rivera Velázquez

La verdad es una virtud y ha sido siempre un valor universal. Las sociedades de todas las épocas han buscado la verdad, la difunden e intentan consagrarla. La verdad es esencial para la comunicación en sociedad. De hecho, es condición de la vida social misma. Sin un código básico de lo que es verdadero, la convivencia social sería prácticamente imposible. En una definición simplificada, la verdad es la correspondencia entre las palabras y los hechos. Lo que se dice, es. Sin embargo, ahí no se agota el significado de la verdad.

Para Jürgen Habermas —el último gran exponente de la Escuela Frankfurt— la verdad no es puramente objetiva ni definitiva; no es una correspondencia estática entre una afirmación y la realidad, entre una proposición racional y un hecho. Porque entre una afirmación o un enunciado con pretensión de objetividad, median la forma de percepción por el sujeto y su entorno, su marco de referencia individual o colectivo. No obstante, la verdad tampoco es una construcción puramente subjetiva ni relativista. Suponerlo implicaría que cada quien tiene su verdad; por lo tanto, la verdad carecería por completo de significado.

Para Habermas, la verdad se sustenta en un consenso intersubjetivo, un acuerdo racional compartido por casi todos, en un determinado contexto histórica y culturalmente determinado. Ese consenso básico otorga validez a un conjunto de proposiciones que permite la comunicación y la convivencia social. Sin ese sustrato de consenso básico, no nos entenderíamos.

Cada época y cada civilización han tenido sus criterios de validez. El humanismo renacentista postuló la autonomía del individuo, su capacidad de buscar la verdad y su consecuente responsabilidad. Después, a partir de la Ilustración, poco a poco se fueron asentando los principios de la ciencia y el pensamiento racional, sujetos a la prueba de la experiencia. La duda metódica de René Descartes y la exigencia de los hechos de Francis Bacon, fueron, desde diferentes perspectivas, los pilotes sobre los que habrían de sostenerse la libertad de pensamiento y de investigación modernas. La verdad adquirió así una naturaleza netamente humana y social. Los siglos XIX y XX ofrecieron el terreno para construir las sociedades contemporáneas cimentadas en la ciencia, la técnica y la deliberación pública. Pero fue también en el siglo XX cuando irrumpieron en el escenario mundial los totalitarismos —el fascismo, el nazismo y el comunismo— que cancelaron las libertades fundamentales, pervirtieron el uso de la ciencia e hicieron de la mentira desde el poder un sistema omnipresente de comunicación y sometimiento.

Las sociedades democráticas necesitan un mínimo de racionalidad compartida, con criterios de validez (dentro de la diversidad) que permitan distinguir la verdad de la mentira. De otra forma, la deliberación pública deja de ser un intercambio pluralista de verdades y propuestas que se puedan corroborar con base en la experiencia y el saber científico. La deliberación democrática se sustenta en el pluralismo y éste se expresa necesariamente en la existencia de una oposición respetada. Sin oposición no puede haber democracia, aunque haya elecciones. Cualquier tribu puede elegir un jefe, pero sólo la democracia puede tener un líder de la oposición. Los ciudadanos en democracia necesitan conocer la verdad y tener acceso a información pública veraz y verificable. Por eso, la transparencia es una condición indispensable de la democracia.

Paradójicamente, en el siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología han alcanzado niveles que en el siglo pasado eran apenas imaginables, han proliferad supercherías o mentiras deliberadas, a la vez que tendencias políticas autoritarias que repudian el pluralismo, niegan las verdades científicas y tratan de imponer como únicas válidas sus propias visiones de la realidad. Las prácticas autoritarias se distinguen por el desprecio a la ciencia, a los expertos, a los centros de docencia e investigación científica más importantes del mundo. Aprovechando la inmensidad del mundo de la información digital, quienes ejercen el poder sin contrapesos postulan la llamada posverdad, difunden verdades alternativas y otros datos. Que la Tierra es plana, que las vacunas son instrumentos de control de las personas o que existe un gobierno secreto que conspira para dominar el mundo, son disparates que causarían risa si no hubiese millones de personas que lo creen.

Los regímenes autoritarios —y más aún los totalitarios—, necesitan de la mentira sistemática para dominar y sostenerse, concentrar todo el poder y privar a los individuos de sus derechos. Por ello, en el totalitarismo prevalecen el secreto y la mentira. La transparencia es abolida. El totalitarismo trata a la verdad con el mismo desprecio con que trata al individuo. Puede negar la verdad evidente, reescribir la historia, sustituir las noticias de cada día, como lo hacía el Ministerio de la Verdad en la novela distópica de Orwell 1984.

¿Quieren identificar un rasgo netamente autoritario? Observen cuántas mentiras se dicen a diario desde el poder y a cuántas cosas les cambian el nombre sin cambiar en absoluto la sustancia. Y si ponen en su lugar nombres ridículos o explican los hechos con disparates, no se rían: es un signo inequívoco del huevo de la serpiente, que cuando termine de eclosionar, devorará por completo a la democracia. 

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