Ante los augurios sobre el fin de la representación política, sale el acto reflejo de profesor que hace más de cuarenta años enseña que el artículo primero de la Constitución nacional adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal.
Hay razones para creer que todavía estamos lejos de ese final anunciado. Es cierto que hay muchas cosas que cambiaron en las sociedades occidentales, tanto en su composición más diversa como en la manera de construir consensos y de expresarse, pero también es verdad que desde que el mundo es mundo no ha habido ni se ha inventado nada mejor que la democracia representativa, que no es el cielo en la tierra y está lejos de ser perfecta.
La representación política siempre fue más una idea que una realidad. Empezando por Rousseau quien imaginó una “voluntad general”, recta e infalible, pero que no sucedió jamás en ninguna parte; siguiendo por Sieyès, ideando una representación nacional en donde cada diputado representa a la nación como una totalidad. Todavía subsiste la doctrina del mandato representativo frente al mandato imperativo.
La aplicación más concreta del sistema representativo ocurrió con la Constitución de Filadelfia de 1787, que hizo aparecer triunfadores a los norteamericanos frente a los franceses. De ahí en más será el modelo teórico madisoniano el que caracterice a la democracia representativa, algo estudiado en profundidad y que da lugar a las críticas sobre una concepción elitista de la democracia.
La democracia liberal y el republicanismo cívico serán el fundamento del Estado liberal de Derecho hasta comienzos del siglo XX en que hicieron irrupción las demandas sociales encarnadas en distintos totalitarismos de izquierda y de derecha. El constitucionalismo clásico debió aggiornarse, de manera que el constitucionalismo liberal fue al Estado liberal lo mismo que el constitucionalismo social fue al Estado social.
Los partidos políticos pasaron a protagonizar la escena recogiendo las nuevas demandas en un cambio de escenario donde “la rebelión de las masas” mucho preocuparía a quienes añoraban una sociedad más culta. En nuestro país la creación del Partido Socialista por Juan B. Justo y José Ingenieros y de la Unión Cívica Radical por Leandro N. Alem y Aristóbulo del Valle preanunciarían la gran revolución del voto.
Durante muchos años la democracia se entendería como democracia de partidos y la interacción entre representantes y representados se explicaría por una intermediación sobre la que no faltaron críticas, como la teoría de la circulación de las élites o la ley de hierro de las oligarquías. Tienen razón quienes observan que la crisis del Estado de bienestar trajo la crisis del sistema de partidos. El libro de un politólogo español así lo presagiaba: Del Estado de bienestar al Estado de malestar.
La crisis de representación no está en los sistemas electorales, sino en el sistema de partidos. Sin embargo, los partidos políticos funcionan muy bien en algunos lugares. Cruzando el Río de la Plata, hay dos partidos tradicionales con más de cien años y un tercer partido con más de cuarenta años. Aun desde ideologías diferentes, confluyen hacia la centralidad y no hacia la confrontación.
Es menester trabajar para fortalecer a los partidos una vez que finalice la suspensión de la ley de PASO para que rija la democracia interna que la Constitución reclama en el artículo 38 y para facilitar la formación de coaliciones electorales y de gobierno capaces de representar a las distintas opciones del electorado.
Las corrientes radicales descreen de la representación y abogan por un demos más activo a través de diferentes mecanismos de participación ciudadana, incluidos los referéndums y consultas que no siempre dan los resultados esperados y que han sido instrumentos de los dictadores. Algunos ven en los medios tecnológicos una manera de liberarse de la intermediación de la política, pero estamos muy lejos de la e-democracy, cuando los hackeos y la manipulación de las redes sociales aumentan la confrontación y el autoritarismo.
En otro lado están los cultores de la democracia deliberativa, como John Rawls y Jurgen Habermas, donde la igualdad de armas en el debate argumentativo ayuda a descorrer el velo de la ignorancia de los desaventajados a quienes habría que ayudar a ser libres. Es una teoría interesante en ámbitos académicos, pero difícil de aplicar en sociedades desiguales y complejas. A su turno, la democracia inclusiva propone crear tantos cupos para tantas desigualdades estructurales existentes, pero el problema es que en la práctica resulta contradictoria con las anteriores.
Hay buenas intenciones en esas tesis, pero se acercan a posturas anarquistas como la protesta social y los cortes de calles en nuestro país o el pretendido derecho a decidir de los independentistas catalanes. Hay que volver a la historia para recordar que la democracia directa solamente existió en Atenas para los ciudadanos libres, excluyendo a las mujeres y a los esclavos, y que la Constitución jacobina de 1793 acabaría enterrada en una caja de madera mientras gobernaba el terror.
Se ha puesto tanto empeño en criticar el funcionamiento de la democracia representativa que muchas veces hemos descuidado que al fin y al cabo es una forma de gobierno que debemos tratar de mejorar sin ponerle palos en la rueda. Todavía hay valores por los que vale la pena luchar, como la división de poderes, la libertad de prensa, el respeto de los derechos fundamentales y la vigencia de un Estado de Derecho sujeto a leyes.
El sistema representativo es el piso exigible en la mayoría de las constituciones occidentales y en los tratados internacionales de derechos humanos. De ahí en más, ciertos niveles razonables de participación mejoran la calidad del sistema, como la iniciativa popular, las audiencias públicas, los juicios por jurados, los debates y la boleta única de papel (BUP)
La democracia requiere de consensos y se expresan en la capacidad para debatir leyes, la representación permite la alternancia en el poder, como ha ocurrido en la Argentina desde la recuperación de la democracia, alternándose gobiernos y oposiciones en las elecciones celebradas cada dos años. La reforma constitucional de 1994 y el avance progresivo de muchas leyes incorporaron derechos y superaron antiguas desigualdades y discriminaciones.
La soberanía es una creencia generalizada y debe custodiarse como bien colectivo, basándose en la ética de la responsabilidad y en la ética de los comportamientos. Hay que erradicar conductas que solo satisfacen intereses egoístas, como las candidaturas testimoniales, y otros desvíos que minan la base del sistema representativo, como quienes pasan libremente de un cargo a otro y nunca se alejan del calor del poder.
Cuando Alexis de Toquevile describió La democracia en América, destacó la igualdad de oportunidades como una base esencial del sistema. Hay que preservar la alternancia y la periodicidad de los mandatos combatiendo a los tres demonios: el clientelismo, el transfuguismo y el nepotismo, evitando que se haga realidad la advertencia de Berlia: “Que los representantes del pueblo soberano no se conviertan en los soberanos representantes del pueblo”.
Profesor titular de Derecho Constitucional Facultad de Derecho UBA; académico de número de Derecho y Cs. Sociales de Buenos Aires y de Ciencias Morales y Políticas


