Durante años, hablar de fibra era sinónimo de “comer salvado para ir al baño”. Hoy la conversación cambió: sabemos que un intestino bien alimentado puede influir en la energía, el peso, el sistema inmune e incluso en el estado de ánimo. El protagonista de esta historia es la microbiota: ese universo de bacterias y microorganismos que vive en el intestino y que, como cualquier comunidad, necesita comida de calidad para funcionar.
La buena noticia es que, en México, tenemos ingredientes llenos de fibra al alcance de la mano: frijoles, nopales, tortillas de maíz, avena, frutas de temporada, semillas. La mala: la dieta urbana, cargada de productos ultraprocesados, refrescos y harinas refinadas, ha ido desplazando esos básicos del plato diario.
La microbiota intestinal se alimenta, en buena medida, de la fibra que nosotros no podemos digerir. Esa fibra llega al colon casi intacta y ahí las bacterias la fermentan para producir sustancias —como los ácidos grasos de cadena corta— que ayudan a regular la inflamación, mejoran la salud de la mucosa intestinal y participan en la producción de ciertos neurotransmisores relacionados con el bienestar.
Por eso se habla del intestino como “segundo cerebro”: porque está conectado al sistema nervioso central a través del nervio vago y de una red de señales químicas que van y vienen todo el día. Si comemos fibra suficiente y variada, damos material de trabajo a las bacterias “buenas”; si vivimos a base de azúcar, grasas trans y harinas refinadas, esa diversidad se empobrece.
La mayoría de las guías coinciden: las personas adultas necesitan entre 25 y 30 gramos de fibra al día. El problema es que, según distintos estudios de consumo, muchos apenas llegan a la mitad. La buena noticia es que no se trata de comer raro, sino de reacomodar lo que ya comemos:
La clave está en la constancia: la microbiota no se “arregla” en un día, pero sí responde a lo que comemos, bocado a bocado.


